El heredero de la sal
Gerardo Valdivieso Parada
Se enorgullecía de que aquél pueblo de arena hubiera sido en el pasado capital de un reino, que por sus montañas de sal se hubiera bautizado como cerro blanco. Él mismo era heredero de aquella gran señora, la cacica, que había pactado matrimonio con el principal del reino enemigo y que había defendido las tierras y las lagunas ante las autoridades coloniales. Como hijo de principales pudo ir a estudiar fuera, lo que se podía estudiar en ese entonces, de maestro. En sus ratos libres escribía la historia de su pueblo, del despojo de los otros pueblos poderosos y privilegiados, uno los hizo retroceder hasta la costa a tierras de arena y viento, a los límites con el mar vivo, el otro trató de quedarse con lo poco que les había quedado: la sal.
De aquel pasado noble, heredó algunas tierras y con la resolución presidencial reclamó algunas tierras cultivables o por lo menos con algo de hierba para los animales. Las lagunas servían para la manutención y algo para el comercio con ganancias raquíticas, entregado en manos de acaparadores otra vez de los comerciantes del pueblo enemigo. Vivía gustoso las tradiciones ancestrales, había sido mayordomo de las festividades principales y cuando el pueblo se regía por las viejas costumbres de elección de cargos de autoridad, había ocupado casi todos menos de la cabeza principal, como si los viejos le preparaban para un tiempo mejor.
Cuando los fuereños, funcionarios del estado, políticos, animaron al pueblo a adherirse al partido del gobierno para recibir más dinero y futuras obras necesarias para el pueblo, agua potable, luz eléctrica, se animaron a cambiar y elegir a sus autoridades por el voto. Él siguió engordando sus escritos para su futuro libro sobre la monografía de su pueblo y recibiendo algún puesto en la burocracia educativa, y miraba con reprobación el apasionamiento del pueblo y las primeras peleas en las elecciones de presidente municipal y el olvido de las antiguas costumbres.
A los que llegaban a su casa, a salirle al paso en la escuela para prometerle ocupar un cargo, de regidor, de síndico o de hasta comandante de la policía a cambio de su apoyo para la presidencia municipal, amablemente se negaba. Decían que era un apersona orgullosa, por ser de un origen noble, por haber ocupado todos los cargos y asumido casi todas las mayordomías, no quería un cargo menor sino ser presidente municipal.
Sin proponérselo se consiguió más adeptos que querían pavimentar su camino al poder y también más enemigos que veían en él un obstáculo, cuando surgió uno de los conflictos con el pueblo enemigo por tierras, por límites, por áreas de pesca, incluso por lugares sagrados. Quién más que él, que tenía tierras por la zona, heredero de antiguos caciques, conocedor de la historia y las propiedades del pueblo, encabezaría a los comuneros y al resto de la comunidad para hacer frente a uno nuevo despojo de aquel invasor, que les quitó sus jardines, sus ríos dulces de nutrias y de peces y ahora, voraz, venía por el resto.
Lejos de la gracia de los gobiernos porque sus funcionarios eran favorables y hasta parte de los invasores, fue desgastante salir del pueblo para perder el tiempo para entregar copias de infinitos y engorrosos papeles en ventanillas oficiales, en innumerables e inútiles reuniones en oficinas de gobierno sufriendo la burla de sus enemigos ante la complacencia de los funcionarios. Meses de idas y venidas, en donde gastó gran parte de sus ahorros para pagar la estancia, la comida, el transporte, los gastos en trámites y papeles y hasta en mordidas en funcionarios menores y hasta mayores. Al final, como en las guerras, no hubo triunfo para nadie: ellos seguían reclamando como suyos las zonas que los ganaderos y pescadores, daban como suyos, poniendo cercos los unos y violando la veda los otros sin respetar lo sagrado que da el sustento.
De aquella batalla para nadie, lo animaron a registrarse para contender y regir en el pequeño edificio que llaman palacio. De pronto sintió la necesidad de tener poder de cambiar muchas cosas, crear más cooperativas para correr a los acaparadores, mejorar los caminos, exigir mejoras al gobierno para su pueblo eternamente relegado. Aceptó, seguro de ser electo, pero el pueblo un día está con uno cuando al otro día cambia de opinión, como dicen los profanos del Señor que un día lo recibieron como rey sobre una mula y al otro lo entregaron a sus enemigos, y sorprendentemente para él, el candidato fue otro. Para esto ya había vendido algunos terrenos para hacer frente a los gastos.
En un segundo intento, un representante del partido le había asegurado que esta vez los dados estarían de su lado con un apoyo económico para el partido y otro tanto para los dirigentes, otra vez a vender otro terreno ya con árboles frutales. Al final todo fue un engaño, burlado, se registró por un partido emergente y pequeño. Para convencer a los indecisos, otra vez a sacrificar las cabezas de ganado para la comida repartida entre los seguidores. Hubiera ganado sino fuera por unos cuántos votos, el resto con el que hubiera ganado se perdió en las malas cuentas de los funcionarios afectos al partido oficial.
No podía regresar a su casa, a su escuela, a la supervisión derrotado, siguió un enésimo intento, sin que figurara. El ganado se agotó, las manadas de cabras sucumbieron a las ollas para alimento del pueblo. No sirvieron los ruegos de la esposa, ni escuchó el consejo de los ancianos, en esa tormenta que llaman político fue arrastrado, hasta que decayó de una enfermedad extraña que lo secó hasta la muerte y sin haber dejado a sus descendientes algo de la herencia que había dado antiguamente la sal.
Foto: A. K. Delgado
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