LOS PAÑUELOS EN EL SON
Primero es un pañuelo, después otro, y luego otros más simultáneamente salen agitando al aire sus colores, se quedan un instante pendiendo en el bronce de los instrumentos antes de saltar de gusto sobre los indefinidos espacios.
Hay algunos que se sienten sucios, pegajosos al oído, insistentes. Otros se caen como palomas bajo una enramada de ardientes vegetales, tórtolas revolviéndose en su alegre plumaje y escapando al más ligero estremecimiento terrenal. Pero no es todo, de repente como si se abriera el seno de la vida y cantara. Entonces ya no son palomas las que vuelan, sino un ronco dolor sale de la garganta para volcarse solitario en el saxofón. Es el dolor puro que hondamente acompaña clarinetes y trompetas agitadores de banderas multicolores.
Pero abajo del estruendo, siempre abajo de los ruidos hay algo invisible transitando por una delicada cuerda de sonido, el gemido filoso y olvidado, la nota ausente del pentagrama y que sin embargo se sale como una lágrima, traiciona al corazón del solista que se escapa cada vez que se agita la música en su conjunto.
Esto muchos no lo han visto porque sencillamente no se ve, no se palpa como una mariposa, sino como una libélula que rondara sobre el aire de las aguas transparentes, que se confunde con la claridad solar y para oírlo hay que apagar el canto de la cigarra, detener un instante con la mano derecha el silencio armonioso del día y, luego, poner el corazón sobre las alas de una calandria y volar con ella por los caminos sembrados de agricultores y pescadores. Ahí está y ahí nace, por eso en la madrugada difícilmente se le escucha, porque todos los dolores en ese momento salen de las bocas proclamando el día, porque todos están hablando con los seres y las cosas en el lenguaje de sus ancestros, en el lenguaje de sus padres primigenios, para comunicarles la nueva hora de la tragedia; y hablan, escandalosamente, los hombres del campo, los hombres del mar, mientras la tierra quisiera callarlos.
Víctor de la Cruz
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