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Mira Luisa

Mira Luisa

Gerardo Valdivieso Parada

“Mira Luisa nomás hace falta seguir o dejarme, que mañana ya voy a ausentarme pero quiero saber tú decisión…”

Llegué una hora antes de la cita que tenía con el periodista en una cantina que se reducía a una pequeña y sólida casa de tejas, con un patio no muy grande en la que podían caber hasta cinco mesas bien espaciadas. Habíamos quedado a las dos de la tarde, luego de prometerme que redactaría sus notas a toda prisa para llegar puntual a la cita. Lo conocí en el Ayuntamiento donde fungía de redactor de boletines y yo como asesor jurídico. Me entrevistó una o dos veces sobre temas laborales y políticos, y aunque coincidíamos en un bar ubicado en el tercer piso de un hotel, era la primera vez que me iba a sentarme con él para tomar copas y platicar.

El patio compuesto de una parte de piso de ladrillo y otro de tierra había sido recién regado, sólo había un comensal solitario en una mesa en el umbral, a quién saludé para luego sentarme en la mesa contigua. La mesera me era conocida porque ya había trabajado en otros bares, bromeé con ella de forma respetuosa mientras limpiaba mi mesa con un trapo mojado con agua y cloro, para luego entrar a la casa y traerme una cerveza tamaño familiar. Luego de escanciarme el vaso del líquido dorado, procedí de una agitación del vaso a derramar un poco de cerveza en el suelo para libar la tierra, para después levantar mi vaso hacia mi vecino de a lado para brindar con él. Los abogados debemos ser siempre amables y dispuestos a la convivencia, nunca sabe uno cuándo surja un cliente.

Para mi sorpresa la mesera que rondaba los treinta años, se sintió en la obligación de presentarnos: luego de decirme el nombre del extraño me dijo que era su esposo. Luego de dejarnos solos para calentar el caldo de la primera botana, hubo un corto silencio que rompí para preguntar al hombre cosas generales como su oficio y su lugar de procedencia. Me dijo que ambos eran oriundos de la montaña. Recordé cuando la mesera llegó apenas a trabajar a la planicie, aún tenía los rasgos característicos de las serranas. Las mujeres de las montañas, zona a dónde acudí de joven  varias veces para asesorar a los comuneros cuando participaba entusiasta en una efervescente organización política. Las mujeres que habitaban esas enormes hectáreas de bosques y de selva, que bajaban a la ciudad a servir de niñeras, empleadas domésticas, recordaban la canción “El dueño ausente” de Chabuca Granda: “paisana de mis alturas, ingenua niña serrana, la de mejillas de rosa y largas trenzas endrinas; de tu pecho colorado engarzado a tus montañas ¿qué ilusiones te arrancaron bajando de esa tu altiva montaña?”.

La mesera, espigada, enfundada en una pequeña falda que dejaba ver sus largas y flacas piernas, ya se había cortado las trenzas y su corto pelo ya se había tratado una estética, había desaparecido por el calor de la planicie costera sus mejillas sonrosadas, aunque mantenía la belleza de mujer de montaña que la hacía diferente a las locales y le daba cierto atractivo aunque tenían metales para sostener sus dientes delanteros, en esta afición de su pueblo de atenderse los dientes incluso de cambiarlos por piezas de oro.

“Yo sé que otro de tú ya te trata con confianza que a mí no me has dado, si tú quieres seguir por tu lado para irme yo de aquí”

Mi vecino de mesa se sintió en la necesidad de explicarme el por qué su esposa estaba de mesera y él como su cliente. Contó que estaban separados hace varios años y sus dos hijos eran criados por los papás de ella en el pueblo de dónde eran oriundos. Después de la separación se fue a trabajar en los cultivos del norte para no saber de su mujer, en ese tiempo no le mandó ningún dinero al informársele por sus hermanas el comportamiento de su todavía esposa. Cuando se le pasó el coraje regresó al pueblo y al ver a los hijos, sintió la necesidad de que tuvieran a su madre cerca y juntar a la familia. Por eso había venido en pos de ella para convencerla de volver. Apenas había concluido su confidencia, escuchada con atención por mí, llegó uno de los parroquianos. Animado todavía después de la jornada de trabajo, luego de saludarnos pidió permiso para sentarse en mi mesa para poder charlar. Le dije que podía sentarse un momento mientras esperaba la llegada del periodista.

Luego de vertérsele su cerveza, bromeó con la mesera de forma pícara lo que llevó a la mesera a reír de buena gana y responder a los comentarios de doble sentido del comensal. Alejada la mesera, dijo para que escucháramos ambos que tenía aquella mujer muy buenas caderas. Guardé silencio. El hombre expreso sin ambages su deseo por la mujer y de llevarla al interior de la pequeña casa, que tenía una sobria cama que podía utilizarse pagando una pequeña suma y por supuesto pagar por tener el cuerpo de la mesera por un rato. El vecino volteó hacia la salida para que no se viera en su rostro su reacción, de enojo, tristeza o vergüenza. Intenté salir de la situación incómoda para el esposo herido, al llamar a la dueña para que pusiera canciones “para poner ambiente, esto parece un funeral” dije. En la vieja rokcola aún de discos, sonaron canciones igual de viejas, entre ellas temas que solía pedir, sabedora la dueña de mis gustos.

“Ay Luisita decídete luego y después no te amarres, que mañana será ya muy tarde si te quieres después arrepentir”.

En el barullo de la música alta fue menos incómodo el silencio, que interrumpía el de mi mesa para hablar sobre cosas sin importancia, para luego insistir de nuevo en quererse meter con la mesera, para terminar por confesar “lástima que esto ya no levanta” indicando tristemente a su entrepierna. Luego llegaron más clientes entre ellos el periodista que se disculpó por llegar tarde, lo que obligó al intruso a sentarse en otra mesa. En un momento el de la montaña se paró para despedirse, debía volver en un viaje largo al pueblo. Hizo una seña de despedida a la atareada mesera y ella le sonrió con cierta pena. Sonaron más canciones, se llenó el local, la mujer reclamada iba y venía abrazando los recipientes de cerveza, charlando y riendo con los clientes que la tomaban de la cintura, no había tiempo de pensar en los hijos, en la familia, en sopesar si regresar con el esposo.

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