Frontera del sur
Gerardo Valdivieso Parada
Como lo había pedido, a la hora de que la caja de madera que contenía su cuerpo bajaba a su tumba, la banda de música tocó el son “Frontera del sur”. Sus vecinas, amigas, familiares, mujeres mayores, procedieron a desmenuzar con infinita paciencia los arreglos de papel de las cuatro varas que sostuvieron su palio: un enorme chal café, para luego dejarlos caer a su tumba. Así lo había ordenado mi anciana tía abuela Inés “Amá Né”.
La letra de aquél viejo son empezaba diciendo “por la frontera del sur me voy para Guatemala, con mi dolor yo me voy a olvidar el amor de mi alma, me voy y no volveré para olvidar mis penas”, como si con aquél son se estuviera despidiendo de quienes la quisimos. Yo quise su cariño pródigo en coquitos de aceite, pan duro y dulces de camote, su patio con árboles de guayaba, la frescura del río cercano, la antigua casa de tejas. Ir de visita familiar a la casa de la tía Né era un gran acontecimiento, tanto que, las contadas veces que me llevaron cargando en mi tierna edad, quedaron para siempre en mi paraíso feliz de niño, ese tesoro de la memoria que recomienda Rilke acudir siempre.
La antigua casa alta de tejas, que se veía más alta por lo pequeña que era la tía Né, nos recibía en las tardes, cuando la alta casa daba una enorme sombra sobre el patio. Como buena abuela juchiteca, cumplía cabalmente con las visitas a los lugares de procesión de los zapotecos, a los pueblos vecinos que celebraban los viernes de Cuaresma, desde Chihuitán a Astata, incluso hasta el viaje a La Meca de los zapotecos del Istmo: visitar al Cristo Negro a Guatemala.
Se pagaba sus viajes de sus ahorros, porque a mi tío abuelo, su esposo, siempre lo hallábamos perdido en el mezcal, sin que a mi tía Né le importara demasiado y dependiera mucho de él. Como la mayoría de las mujeres en Cheguigo Sur, atravesaba el río casi todas las tardes para dirigirse al centro a ofrecer lo que formaba de sus manos y salía de su horno, tortillas y tamales.
Cuando ya sintió cerca la muerte, mandó a llamar al cura para que le diera la extremaunción. En esos últimos días había mandado a elaborar con el carpintero una caja de madera que le sirviera de ataúd, y en su costado se rotuló su nombre completo. Quiso ir en andas, como se encaminaron sus ancestros a la tumba, con el palio cubriendo su féretro. Sobraron manos para cargarla y lamentos de mujeres para llorarla.
Dispuso que sus ahorros se emplearan para que una banda de música de viento tocara sones desde el mediodía, dejando al último aquél son que orienta al sur, a una frontera infinita a la que iba a mudarse, más al sur de la tierra y el pueblo en donde vivió.
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