El cerco
Gerardo Valdivieso Parada
Llegué a la ciudad petrolera para la boda de uno de mis sobrinos, para esto nos alquilaron un autobús y nos acomodamos en casa de familiares. En la fiesta de la boda me tocó por fortuna compartir la mesa con un viejo amigo de la juventud. Con nuestros nietos en nuestras piernas, brindando con cerveza, probando la botana y la barbacoa, me contó la razón de haberse trasladado a esta ciudad del estado de Veracruz y no haber regresado nunca al pueblo.
Desde joven le gustaron las armas y el peligro. Estuvo un tiempo trabajando como policía por el gusto de portar un rifle o un revolver. Cuando se casó se metió de lleno a los “encargos” para poder mantener a su familia y a sus hijos. Cuando su madre se enteró que se había encargado de su primer cristiano lo corrió de la casa con todo y su familia, para que sus fechorías no afectarán a sus otros hermanos que tenían trabajaos honrados: “éstos son inocentes, no pagarán por tu crimen” le dijo cuándo todos vivían en una sola casa.
En una ocasión se organizó con otros socios para el robo de una importante cantidad de ganado y dinero. En la operación tenían el respaldo de la mano derecha del hombre fuerte del pueblo, por lo que les aseguraban impunidad. Cayeron sobre aquella hacienda casi con limpieza, salvo el caporal que intentó madrugarlos. Como ya se sabían por cuánto dinero iban y el número de animales, no podían sustraer nada. Pero aquél hombre poderoso que les había encargado la misión, más ambicioso todavía que todos ellos, los venadeó apenas trataban de pasar el ganado por el río. En esa emboscada sólo sobrevivieron dos.
Cuando supo que el otro lo habían alcanzado antes de llegar a su casa, recurrió a su madre, antigua cocinera del cacique, quién con la promesa de irse con su familia para otra parte, se allegó al general para rogar por la vida de su hijo. El viejo y enfermo militar prometió sosegar a su hombre fuerte. Escapó a un pueblo perdido en la costa, en donde se había erigido una pequeña comunidad de familias cuyas cabezas de familia tenían cuentas pendientes.
En ese pueblito costero se unió con el resto de los hombres para pescar, repartirse en partes iguales el producto o las ganancias de la venta a alguno que venía de fuera para llevarse todo lo capturado. Estaba harto de comer casi todos los días pescado, por lo que decidió regresarse con sus hijos pequeños al pueblo, mientras los mayores se quedaron al conseguir pareja y hacer su vida aparte. El pretexto para regresar fue el deceso de su madre. Como no había en que emplearse volvió otra vez a limpiar el arma para los encargos.
No pasó mucho tiempo cuando aquel viejo enemigo se enteró de su regreso, para entonces su protegido, el cacique del pueblo, ya había fallecido con todos los honores. En alguna cantina no faltó quien le pusiera sobre aviso que esta vez el antiguo pistolero del general iría a lo seguro, y esta vez no habría perdón. Envalentonado por las copas, ese día no hizo caso, al contrario ya en la calle gritó su nombre y su apodo felino, para que supieran que no tenía miedo. Al día siguiente en la mañana temblaba de miedo en la hamaca, arrepintiéndose de su bravuconería. Otra vez su esposa y sus hijos tuvieron que huir con lo que tenían de la casa arrendada y se fueron a refugiar a otra parte.
No salió por varios días por miedo a que lo venadearan en cualquier esquina. Pero un día sintió que dos de los hombres de su enemigo se aposaron en el callejón de su casa, su única salida. No podía estar mucho tiempo en la espera con su arma en la mano, tarde o temprano los dos hombres entrarían para matarlo. O salía a enfrentarlos y moría o lo mataban como un ratón acorralado. Entonces se acordó a los espíritus a que su madre se encomendaba, los antiguos nombres que invocaba para curarlo de niño. A esos seres juró que de salvarse llevaría otra vida, lloró suplicante para rubricar su sinceridad y el cumplimiento a su promesa. Fue entonces que se acordó que en aquella vieja casa de paredes de lodo, estaba corroído por el ataque de los cerdos la pared trasera de la casa que daba a un patio, que no había reparado por mucho que le insistía su esposa. Arañó y escarbó hasta que casi arrancarse las uñas, y cuando consideró que había hecho la oquedad suficiente se arrastró como una lombriz y con trabajos pudo salir al otro lado con las caderas atoradas entre los palos y las cuerdas de la vieja casa. Apenas se levantó del suelo oyó que tiraban la puerta, entonces corrió para salvar la vida. Volvió a la comunidad costera, pero ahí tampoco se sintió seguro. Con la ayuda que le diera un hermano que empezara a prosperar, viajó hasta la ciudad en donde apenas se estaba levantando el apogeo del petróleo. Desde entonces no ha pensado siquiera regresar, luego del juramento hecho.
Cuando terminó su relato, vi su rostro redondo y su cuerpo rechoncho. Ladeado el sombrero, el paliacate sudado en el hombro, su mirada había perdido el brillo de la malicia de la juventud. Ya no llevaba arma alguna, retirado ahora servía de caballito a los nietos. Se había resignado a dejar sus huesos en el panteón de la ciudad, no vaya ser que un antiguo enemigo lo siguiera esperando en el pueblo.
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