Chaparro
Gerardo Valdivieso Parada
¡Chaparro! Gritabas cuando el perro entraba a la cantina La Diana y tratabas de acariciarlo y Chaparro se iba de frente sin hacerte caso. Iba a acurrucarse al fondo del local o ser regañado por el dueño por sus entradas y salidas. Chaparro le gustaba ir al mercado ubicado frente al local por su enorme cantidad de olores a pescado, pollo, carne de res, frutas, legumbres, todo tipo de comidas, pasaba más tiempo vagando en los puestos o arrojándose bajo las faldas de las comerciantes en los frescos puestos de madera.
Empezamos a frecuentar la cantina más antigua de la ciudad por iniciativa tuya, te gustaba el ambiente de cargadores del mercado, campesinos y obreros. A pesar de los muchos incidentes que habían ocurrido en el local se mantenía abierta por su cerveza barata y casi inexistente botana salvo pedazos de naranja comprados en el mercado y frituras. No era la cantina más siniestra de la ciudad, solo a la vuelta estaba la cantina “El gato negro”, su actual nombre luego de ser cerrada y abierta varias veces, una de las causas de uno de sus cierres fue el asesinato de la encargada, una trans que habían torturado a puñaladas, sus gritos todavía se escuchan en la soledad de la noche dicen las meseras.
Me iba bien ir contigo a La Diana, en ese tiempo pasaba una mala racha y apenas tenía un empleo en donde me daban un sueldo miserable. Con mi deficiente economía podíamos tomarnos hasta cinco cervezas tamaño familiar y poner música en la vieja rokcola. A veces se me acababa el dinero y me inventaba historias para que nos fuéramos. Un día te dejé ahí con una familiar entera con la promesa de regresar que no cumplí. Íbamos casi todos los días al lugar y Chaparro nunca te hizo caso por más que cuando pasaba al lado intentabas acariciarlo. Te gustaban los animales tenías perros y gatos en tu casa, mientras que a mi me han sido casi indiferentes cuando desde niños se nos prohibió tener mascotas en casa.
No sé cuándo dejamos de frecuentar La Diana y nos fuimos después a un bar del centro y finalmente me convenciste de acudir a bares y cantinas por dónde vivías. De repente sentiste miedo de que algo nos sucediera en La Diana con su piso sucio y sus paredes con pinturas viejas aunque eran de pintores que todavía viven, su prestigio de cantina de mala muerte. Chaparro que nunca te hizo caso, ni siquiera sintió nuestra ausencia, siguió yendo diariamente al mercado a recoger olores y un día entró a la cantina para descansar y quedarse dormido para siempre de tan viejo que estaba.
Tal vez por eso ya no intentamos volver a La Diana, con su pilar etn medio, sus mesas de madera, con sus concursos de cantantes entre obreros trasnochados, los besos con sabor a cerveza, tu tímida solicitud de “andar”. Ahora que la Diana sigue abierta aunque con cada vez escasos clientes, entran y salen más cartones de cervezas que personas. El dueño y único mesero me pone la cerveza familiar en la mesa, vierto mi vaso el líquido dorado mientras espero en vano que en el umbral de la entrada, de repente, entre sin presentarse el orgulloso Chaparro.
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