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Pedro Ruiz

Pedro Ruiz

Gerardo Valdivieso Parada

Tocaba como nadie el solo de trompeta de esa antigua pieza llamada “Pedro Ruiz”. Con su cuerpo espigado, se hacía hacia atrás al dar los altos tonos haciendo un arco, sus cachetes se le inflaban, mientras la trompeta quedaba orientando al cielo, como si en la corneta se hubiera escanciado algún líquido y se lo empinara en ese momento. Terminado el solo, al quitar el instrumento de la boca, se veían sus labios marcados por la boquilla de la trompeta.

Daba gusto verlo en las fiestas, principalmente en los raptos, con su sombrerito, su pelo lacio largo casi hasta los hombros, liderando a su grupo, recibiendo los pedidos de canciones del público, especialmente de las mujeres. Lo conocí en una fiesta de rapto de la novia de mi primo Fabián, cuando me tocó repartir la cerveza entre las mujeres que venían de la comitiva de la novia. Yo era el único hombre que se le permitía estar entre las mujeres, responder a sus bromas, brindar con ellas, tomar toda la cerveza que se me exigía con tal de que ellas también tomaran. La instrucción eran emborracharlas para que a la hora de su retirada lo hicieran en desbandada, como una especie de triunfo del bando de la novia sobre sus futuros familiares. Porque si no se les daba la suficiente atención, y no se les hacía frente, es decir corresponder a lo que cada una se empinaba y quedaban sobrias, sería la derrota.

También atendí a los músicos, sobre todo al joven maestro, quién sabiendo que no le quitaba el ojo de encima, me llamaba a cada rato para pedir cualquier cosa, botanas, cerveza, caldo de pollo o simplemente para mandarme indirectas ante la hilaridad de sus compañeros. Ese día todavía nos acompañó junto con su banda a responder a la visita de la comitiva de la novia. Esta vez a nosotros nos correspondió recibir en andanadas las tandas de cerveza. Aguantamos hasta donde pudimos. De regreso me correspondió pagarle por sus servicios, con un billete extra para él. Quedamos de vernos más tarde, en alguna cantina, pero esa noche, me obligaron a acostarme en la hamaca y me dormí profundamente.

Coincidíamos en fiestas, él acudía a darme la mano, mientras sus compañeros hacían alharaca sin que él se inmutara. Empezamos a salir a las cantinas en los días que no tenía tocada, generalmente en las temporadas de cuaresma cuando la Iglesia prohíbe las fiestas. Después de varias salidas y de la promesa de “dármelo”, finalmente hubo el encuentro tan deseado, en la cantina de una amiga que nos prestó su cuarto. Sabía que tenía una incipiente familia, una joven esposa y un pequeño hijo. Aunque siempre me invitaba a sus fiestas familiares, sólo accedía a comprarle alguna cosa que necesitara, cartones de cerveza, alguna botana especial, el pastel para el cumpleaños del niño, sin que me presentara nunca. Me decía que sus familiares, sobre todo su madre y su esposa me esperaban gustosas, pero me daba una pena enorme, conocer y haber recorrido tantas veces el cuerpo de aquél, que la primera amamantó y la otra que también recibía su cuerpo.

Siempre tuve suerte con el dinero, para eso tenía que salir a las ciudades petroleras a comerciar. En mi ausencia siempre había quien me informara sobre sus salidas con otras mujeres y también que se dejará invitar por otros como yo. Nunca le reclamé. Mi gusto se reducía a que un hombre, se sentara conmigo, que me diera besos con sus labios con aquella marca de la trompeta, sobre todo que siempre estuviéramos discutiendo, él tratando de derrotarme en el doble sentido, en la burla en la que siempre yo salía airoso. El logro que está destinado a las mujeres lo lograra en aquél hombre sin yo ser una mujer, me llenaba.

Con el paso del tiempo sus capacidades para la trompeta mermaron, su participación en la banda era mínima, acompañaba y ya no tocaba -como antes con garbo y orgullo- el solo de trompeta de cualquier son y menos la de “Pedro Ruiz” con que me enamoró. De su decadencia física pasó a la confrontación y a los celos. Me gustaba todavía su compañía, nuestras charlas, pero él ya no tenía el vigor y afabilidad de años atrás, estaba amargado. De nuestras discusiones en privado, pasó a burlarse de mí en público, en las fiestas, ante sus compañeros, y como Dios me dio no sólo una boca sino la rapidez de pensamiento, le contestaba tan ocurrente y pícaramente que servíamos de espectáculo en dónde al final él que daba derrotado.

Aunque insistí en una amistad, él se quedó con su orgullo. Al final de su vida, ya sin poder tocar aquel luminoso instrumento, que mantenía también encerado que brillaba como si fuera de oro, se tuvo que conformar con hacer los contratos para las tocadas para la banda y suplir las ausencias de los músicos que tocaban la tambora, los platillos o el redoblante. Murió joven, dicen por una vida entregada a los excesos, que se bebió en sus años mozos, sus enemigos difundieron que había sido víctima por una enfermedad vergonzante.

A su funeral sí acudí. También fueron la mayoría de sus compañeros músicos. La banda que encabezaba el funeral estaba conformado en su mayoría de nuevos adeptos, jóvenes apenas salidos de la adolescencia, que no necesitan ir a escuelas de música ni saber de partituras. Al llegar al panteón y de bajar su ataúd a la tumba, luego de los ayes de las mujeres y del desmayo de su esposa, me acerqué al maestro de la banda, para pedirle -luego de darle para unas cervezas- que tocaran aquél viejo son, con el solo de trompeta tan sentido.

No hubo solo de trompeta, porque no había quien lo ejecutara, en cambio un tímido joven sacó el trabajo con un clarinete. Tenía el pelo ensortijado, el cuerpo robusto y carecía de la mirada pícara que caracterizó al muerto, pero ejecutaba bien la dulzura del barítono, que resonó entre las tumbas

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