Las siete casas
Gerardo Valdivieso Parada
Eran a las 11:30 cuando la dueña de la cantina “El As de oros” terminó de hacer las cuentas y procedió a entregar el dinero de la semana a la mesera y a la persona que le preparaba sus botanas. Ambas estaban terminándose la cerveza que les había invitado don Tomás el último cliente, pareja y guardaespaldas de doña Irene. En lo que platicaban de lo que se iba a hacer y preparar el otro día, apagar la rokcola, ponerle candado a todo por si algún ratero se saltaba al patio para querer llevarse cosas. Estaban ya afuera del negocio despidiéndose cuando se sintió el temblor.
Doña Irene fue el primero en decir “está temblando” cuando el sismo se sintió de forma leve como un ronroneo del fondo de la tierra, luego lo sintieron todos “sí es cierto está temblando”, para luego venirse aquel sacudimiento, un mal de Parkinson de la tierra o una tos incontrolable que venía de su tórax y su garganta subterránea, que hizo que las dos comadres, mesera y cocinera, cayeran al suelo, don Tomás tomó de la mano a su compañera y se asieron, casi acostándose sobre el toldo del viejo automóvil de su propiedad, y no cayeron al piso. El estruendo de caídas de tejas, de techos de casas, el grito de la gente pareció una eternidad, los tres minutos no parecían terminar. Las dos mujeres se miraban en el suelo gritaban, ni siquiera intentaron ponerse de rodillas para pedir perdón por la vida que llevaban, invocaron a todos los santos que recordaron aunque les parecía inútil ya que estaban convencidas que era el fin del mundo, desde el piso de cemento se agarraban de las manos, mientras el polvo de la caída de las casas las envolvía.
Pasado aquel terror de la tierra, hicieron un buen rato en el suelo, sin creer que estaban todavía en este mundo hasta que unos jóvenes vecinos las levantaron. Los patrones les dijeron que tenían que ir con urgencia a su casa ubicada en una colonia popular en las afueras de la ciudad. Ellas como eran casi vecinas del barrio en donde estaban, les dijeron a su patrona que no se preocupara por ellas y que se fuera a su casa, ya que podían en unos minutos llegar a sus casas caminando, en el camino irían a ver en qué condiciones estaban familiares, amigos y vecinos del rumbo.
Al quedar solas se dieron cuenta que la borrachera acumulada por jornada de trabajo de ese día se les había quitado. Habían tenido buenos clientes. La delgada y morena mesera, luego de poner la reja del local exactamente a las 8 de la noche procedió a sentarse a tomar con los clientes que todavía no se habían ido, su comadre que además de preparar las botanas se quedaba también a ofrecer de acompañante principalmente a señores ya grandes que pedían sus servicios. Además de preparar las botanas para “El as de oros”, ella preparaba elotes tiernos, mangos verdes, jícamas, pepinos y muy de vez en cuando también ofrecía huevas de lisa asados en aceite y huevos de tortuga secos o hervidos. Con su mandil y cubeta colgando del brazo ofrecía sus productos en todas las cantinas en los barrios cercanos, y ya casi por terminar su mercancía aceptaba las invitaciones de amigos y conocidos para tomar unos vasos de cerveza y charlar. Terminaba siempre en “El as de oros” para regresar a casa junto con su comadre.
Esther la cocinera era bajita, güera y pelo castaño claro con bucles que caían en su frente, no había un día de descanso para ella, ya que la cantina “El as de oros” no tenía un día de cierre, por lo que todos los días preparaba las tres o cuatro botanas que requería el lugar y después se iba a vender sus productos. Invariablemente también tenía que tomar cerveza, nunca faltaba alguien que le invitara unos vasos, decía siempre que nadie presta un dinero cuando alguien ands en dificultades pero cerveza para invitar siempre hay. Tenía dos hijos, ambos varones, uno estaba en el ejército ya casado con una nena y el otro estudiaba el bachillerato. Se sintió muy mal que no hubiera más opción para el mayor que entrar al ejército, porque no tenía los recursos para pagarle los estudios, por lo que decidieron que al menor, con esfuerzo de ambos, le ayudarán a terminar una carrera. La comadre era una solterona que vivía con una amplia familia que la adoraba porque había crecido y dado de comer a todos, tanto hermanos como sobrinos. Sus familiares le pedían que dejase de trabajar para dedicarse a cuidar al abuelo, pero Teresa, se aburría en casa y no quería dejar la vida de las cantinas, aún con sus peleas, sus faltas de respeto de algunos majaderos, ya se había adaptado, y la primera vez que se jubiló apenas duró dos semanas, porque ya extrañaba hasta el guarro que le decía obscenidades.
Todo quedó entre el polvo y la oscuridad porque se había interrumpido la luz eléctrica en todas partes y la luna daba una tenue luz en cuarto menguante. Cuando se les ocurrió consultar sus celulares no había forma de que entrara una llamada y mandar un mensaje a casa. Los vecinos se socorrían. En las cercanías habían caído casas de tejas que eran comercios y afortunadamente no había nadie pernoctando en ellos. Se asistía a las mujeres por desmayos y crisis nerviosas, en algunas casas se había caído el techo pero habían logrado salir o abrazarse en el patio. Se acordaron de la cantina ubicada a unos pasos de ahí, un botanero que funcionaba de día, y que era hogar de la dueña. Era una casa de tejas alta y antigua que se había desmoronado con la dueña adentro, lograron ubicarla cuando ya estaba muerta, había logrado salir pero al verse desnuda de la cintura para arriba cubriéndole una falda interior tan gastada que regresó por su enagua y huipil. Al entrar para verla las dos lloraron ya que era una veterana vendedora de cerveza, había empezado como tabernera vendiendo la cerveza a la entrada de las velas y en las fiestas en los pueblos para luego poner su cantina. Aún no llegaban sus familiares que vivían en otro pueblo, pues ella ya no tenía hijos que ya se le habían adelantado, tan vieja era, aunque era una mujer sana y dicharachera. A salir del lugar Esther dijo enjugándose las lágrimas “mira que morir por evitar la vergüenza de que le vieran desnuda, si ella nunca supo qué era eso”.
Para llegar a la calle de su casa más rápidamente entraron en un callejón, que del nombre del héroe que tenía debía de llamarse callejón de los lamentos o de la desgracia, porque esa noche habían sucedido varias tragedias, en la primera casa que llegaron a abrazar a sus habitantes se había muerto un niño y un padre, habían salido todos menos el infante, el padre entró a la casa y logró levantar a su hijo pero ambos quedaron aplastados entre los escombros del techo. Se acabaron las uñas de la manos ensangrentadas para sacarlos pero ya muertos. ¿Qué palabras de resignación decirle a la madre del niño arrobada de dolor? La trataron de consolar inútilmente porque ya no hacía caso más que al dolor de la pérdida. Al resto de los familiares no quedaba más que consolarlos con las clásicas palabras ante la muerte “a ésta vida venimos a morir” o “una deuda tenemos en este mundo: la muerte”.
En el mismo callejón murieron un par de ancianos que no pudieron abrir la puerta que daba al camino y al tratar de salir al pequeño patio les vino la casa encima. Habían muerto abrazados. Todavía levantaban los pesados morillos de madera, los horcones que sostenían el techo eran casi inamovibles, las tablas, el barro seco de décadas, las tejas. Al final del callejón vivía una pequeña familia de vendedores de chucherías y refrescos, su casa estaba intacta, era una casa de tejas pero hecha con paredes de lodo y sostenida con troncos de madera, estaba tan bien amarradas las pencas de las paredes ocultas en el barro revuelto con pasto y estiércol y bien hundidas sus pilares de madera que apenas había dejado caer algunos terrones de barro del techo. La casa cayó después por las máquinas que rentó el gobierno, la casa resistió a los embates de la retroexcabadora que con su cucharón jalaba la casa hacia el suelo. Cuándo preguntaron por qué había decidido tirar su casa de lodo, la familia dijo que le daba vergüenza vivir en la única casa tan sencilla y era la oportunidad de recibir un apoyo del gobierno para construirse una casa de concreto.
Al pasar la calle para seguir el camino del callejón, había una casa que Esther evitaba, solía hacer un recorrido más largo para no pasar enfrente y entrar al último tramo del callejón. Sus habitantes estaban afuera y una mujer la identificó y empezó a insultarla. Caminaron a prisa, no quiso contestarle, había demasiada tristeza en los alrededores para hacer un espectáculo, aunque ganas y palabras qué contestarle a la mujer sí que tenía. El esposo y los hijos calmaron a la mujer. La señora le había dicho puta, mujer fácil que se iba con los hombres a la cama por una cerveza familiar. Aunque su comadre ya se sabía lo que iba a repetirle Esther, la escuchó en silencio. “Yo no tengo la culpa que su marido me busque, y que me haya encontrado una o dos veces con él tomando cuando ella la buscaba en las cantinas para que volviera a casa, nunca le ha creído que lo único que hemos hecho es platicar”.
Aunque a veces la convencían de ir a la cama por una suma superior a la ganancia de un día o dar unos besos o ser abrazada, generalmente Esther la requerían para platicar. Acostumbrada a caminar por las calles y callejones de los barrios al visitar las cantinas, y por su natural e inhibida forma de ser que se paraba a cada tramo para charlar con la gente, era una enciclopedia de chismes, sucesos, consejas, chistes y novedades. Podía entablar una conversación con cualquiera ya que podía encontrar un punto de interés con los que le invitaban a tomar. Jóvenes y señores le requerían para un sinfín de cosas, además de que era “dulce” en el hablar y ocurrente. En eso la envidiaba su comadre que también se sentaba con los clientes pero con sus allegados pero no tenía la memoria y verborrea de Esther. Con tal de tomar gratis encontraba tema de conversación apenas se sentaba a la mesa del cliente, ubicaba al que venía a festejar, al que venía a quejarse de su esposa, el triste, el que tenía mal de amores y hasta los que simplemente no querían tomar solos.
Iban a medio camino a sus casas cuando se encontraron con los sobrinos de Teresa, que andaban en búsqueda de su tía, habían ido a la cantina y preguntando a los vecinos les indicaron en qué dirección habían partido. Para su fortuna llevaban un vehículo que los transportó hasta la casa familiar. En el camino le dijeron a Esther que se habían topado con su hijo que también la buscaba por su parte. Al oír la noticia Esther se sintió aliviada “ya sé que está bien, seguramente se fue a abarzar a su novia” se dijo. Por eso en aquella especie de vecindad que era la casa de Teresa aceptó una copa de mezcal para el susto y unos vasos de cerveza. A unas cuadras estaba su casa donde pensaba esperar a su hijo, porque no convenía salir a buscarlo sin encontrarse en el caos de la ciudad.
Al llegar a su cuadra en la que todos eran sus familiares, notó que la pequeña casa de concreto estaba intacta, le había colado el techo hacía apenas un año, atrás de la casita estaba la casa que fue de su madre fallecida, ya no tenía techo y sólo estaban en pie sus anchos muros y dos pilares de ladrillo que utilizaba para encerrar sus gallinas y patos. Cuando se disponía a abrir la puerta escuchó los lamentos de la perra, que rascaba la puerta metálica. Apenas si pudo entrar con “Jacinta” saltándole encima, le había puesto el nombre de aquella mujer que la injuriaba, imaginó – que como los humanos- había sentido un gran temor y estaba aún temerosa, temblando. “Ya cálmate gran puta” le dijo mientras la abrazaba y se ponía a llorar. Esperaría la llegada de su hijo intentando no ponerse a llorar otra vez en sus brazos. No lo lograría.
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