Son Mbioxho, Che Guevara y el Mosh
Gerardo Valdivieso Parada
El 20 de abril de 1999 estallaba la huelga estudiantil en la UNAM, creándose el Consejo General de Huelga (CGH) para exigir la abrogación del Reglamento General de Pagos del rector Barnés y reinvidicar el derecho a una educación pública y gratuita. Estudiaba en la UAM Xochimilco, que mantenía clases pero se solidarizaba con el CGH. En ese entonces devoraba todos los libros de Leonardo Sciacia, me reunía con otros estudiantes para fundar una revista del cual luego me salí harto de tantas discusiones sobre la política de la publicación. Pancartas colgaban en los muros apoyando la lucha del EZLN cuya principal figura, el Subcomandante Marcos, había caminado por las mismas aulas en donde recibíamos clases. Todavía extraño la excelente comida casi regalada que servían los alumnos de Artes Culinarias y gastronomía en la cafetería de la UNAM.
En la monstruosa ciudad hacía una hora de mi casa en la colonia Moctezuma a Xochimilco y cada semana me daba dolor de cabeza por el estrés. Los fines de semana iba de visita a la casa de los amigos, a conferencias, exposiciones y convivios. En la casa de Delfino Marcial Cerqueda en la Roma sobre la calle de Chiapas, me animaron a tocar flauta de carrizo para amenizar las actividades culturales de los paisanos e incluso convivios. Nunca faltaba alguien que la hacía de tamborero previo curso exprés de como acompañar los sones. Un día Natalia Marcial tocó a la puerta del departamento mientras asaba en un sartén un pollo garnachero, me quema todavía el remordimiento de no haberla invitado a comer, pero las piezas estaban contadas. Después de darme el secreto para una buena salsa para acompañar el pollo garnachero heredado de su madre me imagino, me preguntó si podía ir a tocar en el auditorio de la Facultad de Ciencias Políticas de la UNAM, tomada por los llamados “ultras” liderados por Alejandro Echavarría “El Mosh”, para celebrar no sé qué tantos meses de huelga.
Había ido varias veces a ciudad universitaria pero para consultar libros en su biblioteca central. Esa tarde entré sin problemas a la UNAM a pesar de que se decía que no te dejaban entrar por las barricadas, con el tambor a la espalda y la flauta al cinto. Entré al auditorio la facultad de Filosofía y letras Justo Sierra, que los estudiantes rebautizaron como Che Guevara, ahí me encontré con Natalia y me senté con el grupo de los ultras. En el escenario estaban los principales dirigentes del CGH en donde distinguí al Mosh, y a mi paisano Camilo Vicente Ovalle con una larga y esplendorosa cabellera y con un séquito de chamacas que lo seguían a todas partes como líder de los moderados, juventud divino tesoro. Si mis reuniones para la revista me desesperaban, las discusiones en la asamblea se me hicieron eternas, todo mundo metía la boca, hasta gente que no tenía nada que ver como supuestos “padres de familia” que nada más iban a echarle más leña al fuego. No sé quién o quienes empezaron a dividir el movimiento al nombrarlos ultras, megaultras, moderados, independientes y no sé qué tanto, que efectivamente fraccionaron y confrontaron a los estudiantes. El gobierno le apostó en los 10 meses que duró la huelga a desgastar el movimiento. En esa ocasión hubo mucho discurso y no se llegó a los golpes, que llegaron a suceder principalmente entre ultras y moderados en las asambleas que llegaban a durar hasta 24 horas seguidas.
Cuando finalmente terminó la asamblea a altas horas de la noche, cada tribu se fue para sus dominios, cantando victoria sobre una batalla caótica en donde nunca me di cuenta qué grupo ganó la discusión. Ya en el auditorio de la Facultad de Ciencia Políticas refugio de los ultras, Natalia me presentó al famoso Mosh. Amenizamos con sones juchitecos la celebración con abundante comida guardada en grandes tinas que pasamos con cerveza de barril. Así como en el movimiento había infiltrados, había otro tipo de infiltrados pero para sobrevivir, en el caso de los ultras, tenían como refugiados a dos cieguitos que pedían limosna en la calle, pero que sobrevivían en la universidad con techo y comida que le daban los estudiantes, creo que a uno le decían Miralejos y al otro Mirabien. En el tambor me acompañó un estudiante de música, hijo de la poeta Maricela Ríos, excelente anfitriona y amorosa amiga, Sandino. Agotados de ejecutar el son mbixho, berelele, telayú, guzebenda, lulá, etc., nos tuvimos que tirar a descansar mi tamborero y yo en la alfombra del piso del auditorio, a dormir un rato y esperar que llegara el día. Sandino me condujo por un camino más corto para abandonar la universidad, pasamos en medio de un bosque y en un momento sentí que mi guía se había perdido. Finalmente encontramos la salida para abordar el metro para regresar al añorado hogar. Desde ese día no volví a la UNAM, tiempo después abandoné la ciudad y regresé a Juchitán, sólo para volver a invitación de Jesús Vicente Vazquez “Dormis” para, otra vez con flauta y tambor, amenizar una protesta afuera de cárcel en donde estaban recluidos aquellos estudiantes desalojados, entre ellos a Camilo.
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