Petrushka
Gerardo Valdivieso Parada
No era su nombre verdadero sino el apodo del marido con que llegó al país. Desde su muerte se hizo llamar Petrushka, en el pueblo devino Petro o Petru, aunque ella realmente se llamaba Elena. En segundas nupcias casó con Inés con quién montó un taller sobre un terreno en un lugar alto y una gran casa, levantados con el dinero heredado del primer matrimonio. Doña Petro tenía los ojos azules, el pelo ondulado colgado de bucles por más que se lo anudaba en dos trenzas con listones rosos o azules, la piel blanca por la que se le veían pequeñas venas verdes, regordeta, enfundada en el traje tradicional, con el huipil que dejaba ver sus brazos rollizos quemados por el sol, la falda casi siempre con holán que lavaba y almidonaba diariamente.
Doña Petro se quejaba de Inés por no hacerle demasiado caso, unidos más por conveniencia que por amor, le reclamaba que no le diera lo suficiente para sus gastos, aunque don Inés no era mujeriego ni parrandero y sólo descolgaba el sombrero para ir al centro o a las festividades anuales, por lo que tenía que administrarse con el dinero que le daba. Sus gastos diarios consistían en comprar flores diariamente para adornar el altar que presidía la foto del verdadero Petruhska, comprarle a cada niño o señora que venía a vender queso fresco, masa para pozol con cocadas, dulces de todos tipos, ella misma iba al mercado para adquirir para lo del desayuno, la comida y la cena. Ahorrar para comprarse sus joyas.
Caminaba una cuadra para tomar el urbano que la llevaba al centro. De regreso, ya cargada de flores, frutas, verduras, cucuruchos de arroz y frijol, rollos de papel, carne, se subía otra vez al mismo urbano o si no tenía ganas de esperar mandaba a pedir un carruaje jalado por un caballo, evitaba subirse a los taxis porque se le complicaba apearse y porque le daba mareos. Cuando se apeaba del urbano o del carretón, sus nietos o su hija le esperaban para cargarle sus compras, a esa hora le venía a la cabeza alguna cosa que tenía en mente adquirir y olvidó. Apenas apeada caminaba comunicaba a quién le escuchara las novedades del mercado, las noticias del pueblo.
Doña Petru solicitaba de mis servicios los domingos, día de ir al panteón. Pasaba por mi casa con su pesado andar, con la escoba como báculo y le pedía a mi madre que la acompañara cargando la cubeta de flores. Encaminábamos la avenida que daba a la esquina del panteón en cuatro cuadras, en ese lapso, doña Petru, Na Petru, saludaba con fluidez en la lengua local, casi a cada cincuenta pasos hacía un alto al encontrarse a conocidos, comadres, vecinas, conocidas, con quién entablaba una conversación, por lo que tenía que pararme aburrido de escuchar conversaciones de adultos. Por eso prefería acompañarse de ese niño taciturno y callado, que se mantenía a su lado. Lo que no pasaba con otros niños que nunca se estaban quietos, que le tiraban las flores y que perdía de vista a cada rato por lo que tenía que llamarlos a gritos.
Luego de un trayecto en que no dejaba de hablar, cuando no eran con las personas que encontraba en su camino era con su acompañante silencioso. Mientras se acomodaba frente a la tumba, yo corría a llenar la cubeta de agua en el tanque del panteón. De regreso ya había retirado las flores secas y barría de basura y hojas secas alrededor del nicho. Luego de colocar las flores frescas -gordoncillo, flor de china, flores de mayo, tulipanes- escarchaba agua sobre ellas y luego llenaba de agua los jarrones para poner las gladiolas que se podía adquirir en cualquier temporada, en cambio la flor olorosa, la llamada flor preciosa, la azucena sólo se adquiría en mayo. Al final prendía una veladora.
Cumplido el ritual se sentaba frente al altar a pensar en silencio por un breve momento. Luego invariablemente tenía que acordarse de Petrushka, aunque en el mismo lugar estuviera enterrados dos sus hijos malogrados. Entonces hablaba una lengua extraña, además del español que hablaba con cierto acento extranjero, remitía a la lengua de sus ancestros y entonces de sus ojos azules ¡ay no salían piedras azules! sino vulgares lágrimas. Se desahogaba con su primer amor, el que la habría traído del otro lado del mundo para luego morirse. Yo intuía que se quejaba de Inés y de su falta de cariño, de sus hijos (ninguno heredó sus ojos azules) que no la comprendían, que decían que se inventaba sus dolores y achaques, ¡qué doloroso volverse vieja! habría dicho en su lengua eslava.
En un momento se acordaba que estaba a su lado, entonces paraba de llorar, enjuagaba las lágrimas con su mascada y echábamos a andar de regreso. Sabiendo que mis padres le prohibían que me diera dinero, si había suerte de toparnos con el nevero o con más seguridad con el paletero les compraba para ambos, o si no tomábamos parados un vaso de horchata que se me hacía enorme y me costaba un trabajo terminar.
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