Negro y Canela
Gerardo Valdivieso Parada
Cuando Filia preparaba los alimentos José echaba cubetadas de agua en el patio regado de grava y arena. La grava cubría el camino de en medio y la arena a los costados, cerca de la galera de lámina que cubría la cocina estaba erguido un viejo ciruelo que daba escasa sombra, por lo que se habían sembrado dos árboles de almendro a los costados cuyos brazos había abundantes ramas que cubría a los clientes que se refugiaban del sol.
Canela a la hora de la rociada de agua salía del patio para acostarse cerca de la cocina en el pavimento bajo la galera, mientras el Negro salía a la calle a liderar a los perros del callejón. Filia con su mirada adusta solía quejarse del Negro con su esposo José a quien responsabilizaba de darle entrada a el Negro. Entró un día a pedir de comer y José le cayó bien desde el principio, le agarró de las orejas y empezó a cuestionarle de dónde venía y si tenía dueño. El Negro comió y se fue para regresar al otro día cuando José le daba algo de comer mientras Filia se distraía en lavar los trastes. “Ya no dejes entrar a ese perro” le decía Filia con las manos en la cintura a su marido mientras éste limpiaba las mesas blancas de plástico.
Canela era la consentida de casa, desde que una de las hijas de ambos les regaló la cachorrita para que tuvieran compañía, creció bajo el cariño de los dos como una niña y luego como una muchacha casadera. Cuando estaban preparando todo para recibir a los clientes acudía con una y con otro, con Filia para que le dieran cursos de modales y buen comportamiento y con el mesero José para acariciarla y tenerla entre las piernas. Canela tenía una piel brillosa y los clientes acaban por acariciarle el lomo.
Cuando llegaban los primeros clientes que se hundían con sus sillas en la arena bajo las orejas de las almendras, presto José acudía a preguntar qué iba a servirles aun cuando sabía que en el lugar sólo se consumía cerveza tamaño familiar, aunque disponía de cervezas tamaño mediano y mezcal que era destinado a visitantes especiales que pasaban silenciosamente al fondo del negocio y en dónde les surtían en cuartitos de vidrio. Después se disponía a limpiar las mesas con una franela para luego distribuir los vasos de vidrio achatados, sacaba la cerveza del refrigerador para colocarlo en medio de la mesa, si había cierta confianza servía él mismo en los vasos.
Poco a poco se iba llenando el lugar, lo que se convertía en una jornada pesada para la pareja que apenas pasaban los 60 años. Filia no acostumbraba tener preparada mucha comida, solía hacerlo al momento sobre todo los alimentos que tenían que freírse, el sonido del chasquido de la carne o el pescado en el aceite y su chisporroteo durante la cocción hacían el efecto Pavlov en los comensales. Desfilaba ante los clientes, el clásico quesillo con cebolla y chile bañado en limón, bolas de queso y quesillo, además de comidas como bistec a la mexicana, caldo de res, pollo a la cacerola, y la consabida ensalada de camarón y pulpo y los esperadísimos huevos de tortuga hervidos.
Filia era realmente la que llevaba el mando, aunque estaba todo el tiempo atendiendo la comida, salía de vez en cuando a asomarse a las mesas y cuando había quejas generalmente cuando no había correspondencia entre la cerveza servida y la respectiva botana innegablemente regañaba a José. Éste era el que reflejaba la fatiga de la jornada, cuando enjugaba la amplia frente por el calor sentándose en alguna silla para descansar y solía refunfuñar cuando tardaba la hora para cerrar el negocio.
Canela era una perra educada, aunque caminaba entre las mesas como si también estuviera pendiente del servicio a la clientela, nunca se sentaba frente a los clientes a pedir comida y rara vez aceptaba lo que le aventaban los clientes, esa molestia lo daban los gatos que solían encaramarse en los clientes para solicitar comida. De ellos se encargaba el Negro que los perseguía hasta sacarlos del negocio. Ambos perros tenía una hora determinada para comer, Filia se encargaba de calentarles sus alimentos y depositarlos recipientes separados. Ella se encargaba de darle la comida a Canela y sentarse a verla comer y platicarle. José se encargaba del Negro.
Aun con la resistencia de Filia, poco a poco el Negro fue aceptado en casa, con el buen trato y el alimento su pelo también se volvió brilloso. En las noches ya no se quedaba en el callejón, se le admitía en el patio, mientras Canela quedaba en el piso de la cocina. La pareja de perros se volvieron los hijos hembra y varón de los dueños de la cantina “La Moneda”, antiguo nombre de Filia, cuando… bueno eso es parte de otra historia, que Filia no niega ni se avergüenza.
Lo que no imaginaron sucedió. Aunque Filia estaba siempre al pendiente de su joven casadera y José de su joven hijo, un día se dieron cuenta que Canela estaba esperando cachorritos. Filia enfureció. Negro descansaba bajo la sombra cuando por atrás la cocinera le dio tremendo escobazo. Filia despotricó durante todo el día contra su esposo, por su culpa entró aquel aprovechado e ingrato. Canela se convertiría de la orgullosa perra de vientre plano a una panzona y luego las tetas se le reventarían en bolsas de leche para su prole de perritos ¡perro de los mil rayos!
El coraje se le pasó cuando denunciando el delito del Negro a los clientes, le dijeron que era una cosa natural y lo mejor que estaban dispuestos a pagar un buen precio por un cachorro. El Negro fue admitido en la noche aunque Filia le seguía espetando: “desgraciado, padrote”, como cuando discutía con José.
Cuando nacieron los perritos, Filia no cabía de gusto todos los cachorros había salido a Canela. Favor que Filia agradeció a su yerno.
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